El hombre redimido por Cristo

“La excelencia de la «teología de la historia de la salvación», enseñada por el Concilio Vaticano II, aparece también si se consideran los efectos de la redención adquirida por Cristo el Señor. Por su cruz y resurrección, Cristo Redentor da a los hombres la salvación, la gracia, la caridad activa, y abre, de modo más amplio, la participación de la vida divina, simultáneamente «animando, por el mismo hecho, purificando y robusteciendo los deseos generosos con los que la familia humana intenta hacer su propia vida más humana y someter toda la tierra a este fin».

Cristo comunica estos dones, tareas y derechos a la «naturaleza redimida» y llama a todos los hombres para que por «la fe que obra por la caridad» (Gál 5, 6), se unan a su misterio pascual. En esto hemos conocido la caridad: porque él dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos (1 Jn 3, 16), no cediendo ulteriormente al egoísmo, a la envidia, a la avaricia, a los diversos deseos malos, a la arrogancia de las riquezas, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (1 Jn 2, 16). Por otra parte, el apóstol Pablo describe esta muerte al pecado y la vida nueva «en Cristo» de modo que los discípulos del Señor eviten todo engreimiento y afectación (cf. Rom 12, 3), como miembros de la comunión cristiana, honren las vocaciones y los «dones» según la justa diferencia de las personas (Rom 12, 4-8), «amándose mutuamente con caridad fraterna, adelantándose en darse mutuamente el honor» (Rom 12, 10), «teniendo los mismos sentimientos unos para con otros, no fomentando sentimientos de altivez, sino allanándose a los humildes,… no devolviendo a nadie el mal por el mal, procurando lo bueno no sólo delante de Dios, sino también delante de todos los hombres» (Rom 12, 16-17; cf. Rom 6, 1-14; 12, 3-8).

La doctrina, los ejemplos, también el misterio pascual de Jesús confirman que los esfuerzos de los hombres con los que procuran construir un mundo más conforme con la dignidad del hombre, son justos y rectos. Critican las deformaciones de estos esfuerzos cuando o piensan utópicamente de su éxito terreno o emplean medios contrarios al evangelio. Superan estos esfuerzos cuando se proponen con luz meramente humana, en cuanto que el evangelio ofrece un nuevo fundamento religioso específicamente cristiano a la dignidad y derechos humanos, y abre unas perspectivas nuevas y más amplias a los hombres como verdaderos hijos adoptivos de Dios y hermanos en Cristo paciente y resucitado.

Cristo estuvo y está presente a toda la historia humana. «En el principio existía el Verbo,… todas las cosas han sido hechas por él» (Jn 1, 1-3). «Es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda creatura, porque en él han sido hechas todas las cosas en el cielo y en la tierra» (Col 1, 15-16; cf. 1 Cor 8, 6; Heb 1, 1-4). En su encarnación confirió a la naturaleza humana la máxima dignidad. Así el Hijo de Dios, en cierto modo, se une a todo hombre. Por su vida terrestre participó de la condición humana en todos sus aspectos, a excepción del pecado. En su pasión, por sus dolores humanos corporales y espirituales, fue partícipe de nuestra naturaleza con todos nosotros. Su paso de la muerte a la resurrección es también un nuevo beneficio que ha de ser comunicado a todos los hombres. En Cristo muerto y resucitado se encuentran las primicias del hombre nuevo, transformable y transformado en una condición mejor.

Así, con el corazón y con su obrar, todo cristiano debe conformarse a las exigencias de la vida nueva y obrar según la «dignidad cristiana». Estará especialmente dispuesto a respetar los derechos de todos (Rom 13, 8-10). Según la ley de Cristo (Gál 6, 2) y el mandamiento nuevo de la caridad (cf. Jn 13, 34) no tendrá cuidado por sus cosas propias ni buscará lo suyo (cf. 1 Cor 13, 5).

Usando de las cosas terrestres debe cooperar a la revelación de la creación, liberándola de la servidumbre de la corrupción del pecado (cf. Rom 8, 19-25) para que sirva a la justicia con respecto a todos por «los bienes de la dignidad humana, de la comunión fraterna y de la libertad». De esta manera, como en nuestra vida mortal hemos llevado, por el pecado, la imagen del Adán terreno, debemos, ya ahora, por la vida nueva, llevar la imagen del Adán celeste (cf. 1 Cor 15, 49), el cual constantemente «pro-existe» para el bien de todos los hombres.”

Comissão Teológica Internacional. Dignidade e direitos da pessoa humana, 2.2.3.

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