Qué hermoso sería este concepto bíblico de pobreza y riqueza. No es malo tener. Ojalá todos fuéramos ricos. Lo malo es la insensibilidad.
Un profeta, Amós, que vivió siete siglos antes de Cristo, pero que se encuentra con una situación social muy parecida a la nuestra: su voz no pertenece a los siglos perdidos; su voz se hace actualidad para San Salvador de 1977. Un Cristo que nos cuenta una parábola tan terrible, de la suerte que se transforma del rico y el pobre en esta vida y en la otra; no es un cuentecito que Cristo contaba para endulzar los oídos de hace veinte siglos; es la amonestación seria de un Dios que nos dice para qué nos ha creado y cuál es el uso que hay que hacer de las cosas.
Y éste es precisamente el tema de esta Homilía de hoy: El recto uso de los bienes que Dios ha creado. Hay un mal uso, nos vamos a referir primero a este aspecto negativo, no porque sea lo principal. En el mensaje de Dios procuremos, hermanos, siempre buscar lo positivo. Pero al lado de lo positivo, que es la ley de Dios, el designio amoroso del Señor para con nosotros, los hombres entronizamos siempre un aspecto negativo, el pecado, la lucha contra el reino de Dios. Y esto durará a lo largo de los siglos. Y nadie se extrañe de que la Iglesia se llame perseguida. Si tiene que ser perseguida por el reino de las tinieblas. Si mientras la Iglesia proclame esta voluntad de Dios, siempre encontrará la voluntad del antidios, del anticristo, de las sombras del pecado, del misterio de la iniquidad que trata también de entronizarse. Aquí, el profeta Amós describe ese imperio de las tinieblas bajo el aspecto del lujo; esa vida muelle, qué bien la describe el profeta, a pesar de ser un pastor del desierto de Judea enviado contra su voluntad por el mismo Dios al reino del norte de Israel, donde bajo el imperio de Jerobam II, una sociedad en bonanza, en paz, no sabe aprovechar este signo de la paz para adorar a Dios y agradecérselo, sino para hacer una vida muy lujosa.
“Os acostáis en lechos de marfil, tumbados sobre las camas. Coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo”. Son esas terneras que se alimentan sólo de leche y naturalmente su carne es muy blandita y esto gusta a los sibaritas del norte; “Canturreáis al son del arpa, bebéis vinos generosos, os ungís con los mejores perfumes y no os doléis de los desastres de José”.
Y Cristo nuestro Señor en su parábola, como haciendo un eco a esa vida muelle: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino, y banqueteaba espléndidamente cada día”. Hermanos, ¿no les parece que no son rasgos escritos en 1977; pero son realidades de los siglos que, también, existen hoy en 1977, aquí entre nosotros?. Podrá preguntar el rico epulón y los ricos del norte de Galilea, y todos aquellos que se dan a la vida muelle, comodona: ¿Qué pecado hay en eso? Parece que no hay pecado. Y, el primero de los pecados es el haber subvertido el sentido de la propiedad. Como decían los paganos, definiendo la propiedad privada; “Jus utendi et abutendi”, derecho de usar y de abusar; si es mío, ¿por qué no voy hacer lo que me da la gana? No, el derecho de propiedad tiene unos límites, los que señala aquí la lectura sagrada en San Pablo a Timoteo. Dios le da la vida a las cosas del mundo y tienes que ver para qué las ha creado Dios. Y si es cierto que la propiedad privada es un derecho, sin embargo tiene, como dice nuestra constitución muy bien, una función social. Una función social que no es precisamente, como se dijo cuando se defendían los intereses ante los peligros de la ley del ISTA, sólo para producir más. No es eso la función social: producir más. Producir más sí, pero para el bien común. Los bienes que Dios ha creado para todos tienen que canalizarse por estructuras hacia al bien, hacia la felicidad de todos, y que no se dé este terrible contraste señalado por las lecturas de hoy: mientras él se banqueteaba, un pobre ni siquiera comía las migajas que caían de su mesa.
Y aquí tenemos ya, hermanos, las consecuencias de esta vida muelle, los errores tremendos. Además de ese falso concepto de propiedad, lo más terrible es esto: metaliza, hace insensibles a los hombres. ¿Qué es lo que aquí denuncia Jesucristo -cuando dice- que mientras el rico se banqueteaba, Lázaro “estaba echado en su portal cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se la daba. Hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas?” Tenían más dicha los perros, los cuales podían comer los mendrugos con que el rico se limpiaba sus manos o los platos y se los tira al perro, y el pobre siquiera eso quería y ni eso se le daba. O como dice la primera lectura, también, después de describir esas orgías; “Y no os doléis de los desastres de José”. José era la tribu que se consideraba como más pobre, más necesitada; y los necesitados de José, pues eran como la expresión de la pobreza suma, de la miseria. Mientras unos, pues tienen abundancia, son insensibles.
Este es el pecado grave, la insensibilidad. Y aquí hermanos no lo estoy diciendo sólo de los grandes ricos, lo digo también de todos nosotros, que cuando tenemos algo que comer, un sorbete siquiera, una migaja, una tortilla, tal vez comiendo nosotros nos hacemos insensibles al pobre que no tiene ni eso. ¿Por qué no compartir, como dicen los profetas, hasta nuestras pobrezas? Es una traición, según el profeta Amós, contra la alianza con Yahvé. Si Dios había hecho una alianza con este pueblo, “seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”, pero con la condición de que se sintieran todos pueblo de Dios, hermanos unos de otros. Tanto era sí que leemos una ley en el Levítico, capítulo 25, dice: “La tierra no puede venderse para siempre, porque la tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes”. Era el concepto de los ricos de Israel de que ellos eran como renteros de Dios, como que Dios les había rentado unas tierras; la propiedad privada la consideraban a la luz de Dios y el pobre era el representante de Dios al que había que pagarle esa renta de la tierra. De allí que el rico y el pobre debían de sentarse a compartir juntos como dos limosneros. Dios le da limosna al rico y Dios, por el rico, le quiere dar limosna también al pobre.
Oscar Romero. El recto uso de los bienes que Dios ha creado
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